jueves, 25 de septiembre de 2008

Rico, abundante y rápido

Basta con poner un pie en La Perlita de Once para respirar un clima agradable, percibir un aroma que augura una comida exquisita y sentirse como en casa. Un mozo radiante nos da una cálida bienvenida, nos pregunta atentamente si queremos una mesa y nos entrega una carta mientras describe con lujo de detalles los platos del día. Las caras sonrientes de los comensales, las elegantes piruetas que hacen los camareros para no dejar a nadie sin atender y la nunca menguante concurrencia motivan a cualquiera que visita el lugar por primera vez a pensar acertadamente: “acá se debe comer bien”.

Don Caro es el dueño de La Perlita. Su ceño fruncido y su aspecto arisco no son más que una simple máscara que cubre a un hombre cálido y cordial que se ofrece a contar con entusiasmo todos los secretos del restaurante y de sus miembros: “Acá nos queremos mucho, nos conocemos hace tanto tiempo que somos como una familia. Hace poco falleció Pedro, el parrillero, y fue un gran dolor para todos. Lo conocíamos desde que abrimos el local”, se entristece Don Caro. 24 años atrás, La Perlita abrió sus puertas por primera vez y, según el dueño y los mozos, los clientes más antiguos aún siguen eligiendo este clásico de Once.

“Venimos acá desde que ella era bebé. Conocemos a los mozos y nos atienden como reyes, comemos siempre bien y no gastamos mucho”, dice Isabel mientras señala a su hija veinteañera y saborea una porción de pizza que le acaban de servir como entrada. La panera de La Perlita en tan deliciosa y abundante que dejaría satisfecho a cualquier estómago de poco comer: empanaditas de carne, pizza recién hecha a la parrilla, tostadas a la provenzal, pan, manteca y, por si faltaba algo, una copa de champagne helado.

En La Perlita se come de todo, pero la parrilla y las Picadas ibéricas españolas son los platos preferidos de los clientes. Sin embargo la mejor elección es siempre uno de los platos del día. Entre las ofertas clásicas, son muy recomendables la Entraña a la parrilla con ensalada de rúcula, tomates secos y orégano, los Sorrentinos de jamón y queso con salsa de crema, filetto y oporto, y las Costillitas de cerdo al pimentón. La carta de La Perlita presenta un abanico tan amplio de opciones que entusiasma a todos los paladares y pone en un verdadero aprieto a los más indecisos.

El sabor de la comida, el esmero puesto en la atención, el ambiente familiar y los razonables precios hacen que el comensal no pueda resistirse al deseo de repetir la experiencia. Porque si hay algo que Don Caro y todos los que hacen este espacio tradicional de Once tienen bien claro es cómo hacer para que el cliente vuelva. Y lo vienen practicando con éxito desde 1984.

La Perlita abre de lunes a domingo de 7 a 2 a.m. Precio: $20 a $40. Jujuy 74. Tel: 4861-9800 / 4862-9769 / 4867-5614


Un paseo por la historia

Muchos piensan que el Museo Saavedra recrea la vida de este prócer. En realidad, solo lleva el apellido de Don Cornelio.

El 6 de octubre de 1921 nació bajo el nombre Museo Municipal de Buenos Aires. Luego de haber pasado por numerosas sedes, en 1942 se trasladó a la chacra que perteneció al sobrino de Cornelio de Saavedra, Luis María Saavedra.

Desde entonces, en esta casona ubicada junto al parque General Paz, se expone la historia de la ciudad, sus principales acontecimientos sociales, políticos y económicos.

Podemos encontrar colecciones de platería urbana y rural, ambientes que recrean los salones familiares del siglo XIX, objetos y mobiliarios de la burguesía porteña, peinetones y coqueterías femeninas. En sus diez salas, se exhiben testimonios del proceso emancipador del país y de Sudamérica, la historia de la moneda argentina, cuadros de Leonie Matthis que expresan la evolución edilicia de la Plaza de Mayo y una pintoresca sala de armas y soldaditos de plomo.

“Viva la Confederación Argentina, mueran los salvajes, asquerosos, inmundos unitarios” dicen las divisas punzó y las banderas colgadas en las paredes del salón dedicado a Juan Manuel de Rosas. Un cañón utilizado durante las invasiones inglesas y un botón del uniforme de Santiago de Liniers son algunas de las curiosidades de este espacio dedicado a la ciudad.

El Museo Histórico de Buenos Aires Cornelio de Saavedra invita también a los vecinos a disfrutar de obras de teatro al aire libre, otra forma de recorrer la historia de nuestra ciudad y del barrio que lo rodea.

Dirección:
Crisólogo Larralde 6309. Tel. 4572-0746 / 4574-1328

Horario:
Martes a viernes de 9 a 18 hs. Sábados, domingos y feriados de 10 a 20 hs.

Entrada:
General: $1. Martes y miércoles, gratis.

Vías de transporte:
Líneas de Colectivos: 21, 28, 110, 111, 112, 117, 127, 140, 142, 175, 176.

Vivir dando vueltas

“Yira, Yira...aunque te quiebre la vida, aunque te muerda un dolor...”, cantó Jorge Alberto López, quien hace un año vive en una calesita abandonada del barrio de Saavedra.
“Ahora estoy juntando plata, tengo que llegar a 30 pesos así puedo sacar el documento, alquilar un lugar para vivir y bañarme todos los días”, confesó Jorge. El dinero que espera cobrar corresponde a una pensión por edad avanzada.
López tiene 80 años, hace cuatro que vive en la calle, no tiene familia y la gente del barrio lo ayuda llevándole comida y ropa. Además, el anciano junta plástico: gana 70 centavos por kilo.
Todo lo que consigue puede verse en la calesita. En la entrada, dos banderas de Boca cuelgan del alambrado que rodea al juego. Adentro, una escoba rota, sillas de plástico amontonadas y un pasacalle que Jorge usa como rompevientos. El techo de la calesita, le sirve para secar la ropa que lava en una estación de servicio.
Antes de vivir en la calle, Jorge trabajó de mozo durante 10 años y después de peón taximetrero, pero en negro. Cuando se le venció el registro de conducir, le robaron el taxi. Solo y sin dinero buscó trabajo, pero por su edad nadie lo quiso emplear.
“Estaba caminando, buscando trabajo y me caí; todos pensaron que estaba borracho, pero a mí me dolía el corazón”, sostuvo el hombre de la calesita. Había sufrido un preinfarto. Estuvo internado en el hospital Pirovano dos semanas. “En el hospital comía 3 veces por día, no me quería ir”, explica Jorge.
Sin familia y sin techo, López dio vueltas por toda la Capital. Vivió en una galería, en subtes, en una cancha de bochas y en la entrada de un Centro de jubilados; hasta que finalmente encontró la calesita.
En medio de tanta pobreza, Jorge no duda en que siempre hay algo para dar y por eso invita a otras personas sin techo a su humilde morada. Allí pueden resguardarse de la lluvia o dormir reparados del viento. “Mientras puedo ayudo, somos muchos los que estamos sin casa”, afirmó este hombre de barba gris, larga y desprolija.
Su mayor deseo es poder bañarse todos los días, tiene frío y de noche los mosquitos no lo dejan dormir. “Algún día va a salir el tiro por el lado de la justicia, pero no sale nunca”, concluyó el hombre de la calesita.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Por la vocación de barrio


¿Dónde está el sol? ¿Dónde fue a parar nuestra intimidad? ¿Por qué ya no nos respetan? Estas son sólo algunas de las preguntas que los vecinos de Ramos Mejía aún no pueden responder.
Desde hace cuatro años, la construcción indiscriminada de viviendas llevó al colapso de la red de servicios. Además, el aumento del tránsito vehicular y la alta contaminación visual alteraron fuertemente la vocación de barrio, su identidad.

Los gigantes de cemento no sólo quitan todo tipo de intimidad y cada uno de los rayos del sol, sino que también devalúan las viviendas y hacen escasear los servicios. “En Ramos Mejía las cloacas se hicieron en 1960, en ese momento había 80.000 personas ahora somos 220.000 y son las mismas cloacas. Pese a que todavía la mayoría de los edificios están sin habitar, ya notamos poca presión de agua y gas, bajas de tensión eléctrica, desbordes en las conexiones de cloaca e inundaciones”, manifiesta Miguel Presa, vecino de Ramos y máximo exponente de la organización “Vecinos Autoconvocados de Urquiza y Espora”. Miguel también es víctima de la fiebre edilicia que cercó su domicilio, convirtiéndolo en un prisionero.

Este vecino, que además es músico y mago, tuvo que convertirse también en abogado para poder defender su causa. Sin dudas, a Miguel le encantaría hacer magia para que quiten el edificio que plantaron al lado de su casa, “pero esto no se arregla con magia, es más simple: cumplir con las leyes”, explica Miguel. “La ley de suelo dice que el Factor de Ocupación del Suelo (F.O.S) no puede superar el 60 % del suelo, yo no soy un justiciero, digo lo que dice la ley”.

En aproximadamente 90 días debe darse a conocer el nuevo código de planeamiento urbano anunciado por el intendente de La Matanza, Fernando Espinoza, que entre sus propuestas busca transformar la zona en unifamiliar y limitar la altura de las torres que se estén por construir. Esta normativa que frenaría la construcción desorbitada de edificios termina por reconocer la ilegalidad que esta padeciendo Ramos en materia edilicia. Sin embargo, esto no soluciona el reclamo original de los vecinos de Ramos Mejía quienes siguen padeciendo la presencia de los gigantes. “Estoy de acuerdo con que se limite toda esta situación, pero al lado de mi casa sigue estando el edificio ilegal”, asegura Miguel. “Las autoridades de la municipalidad afirman que nunca se demolieron edificios en Ramos y yo les respondo que los vecinos tampoco nunca los pedimos”.

El placer de comer como en casa

Una casona ambientada al estilo europeo, una pizpireta metre de 19 años y un pez espada al estilo limeño que dejaría sin aliento a cualquier fanático de los frutos del mar. Todo eso se concentra en Tía Margarita, un restaurante tan concurrido como familiar que descansa sobre el centro geográfico de la ciudad y que se especializa en pescados y mariscos. Un clásico de Caballito.

La esquina de Pedro Goyena y José María Moreno no sería igual si no fuera por este espacio tradicional, donde disfrutar de una buena comida se ha transformado en el deporte preferido de los visitantes.

Hace 20 años que Tía Margarita abre sus puertas todos los días: mediodía y noche. “Vimos pasar generaciones y generaciones. Hay muchos clientes que venían cuando eran chicos y hoy vienen con sus hijos”, cuenta Omar, que ha sido encargado del restaurante por 19 años y no puede ocultar su orgullo y emoción. A unos metros de distancia lo mira Juan, el mozo más antiguo de todos, tan entusiasmado con la entrevista que interrumpe continuamente y hasta se atreve a opinar sobre la redacción de la nota: “Poné que los mozos son los mismos de siempre, no los cambian nunca. Eso es importante”, acota atolondrado. Cualquiera que entra al restaurante se encuentra con camareros contentos, que disfrutan de su trabajo y se complacen en atender a los comensales.

La sonrisa de Sabrina, cálida y desvergonzada, es la puerta de entrada a Tía Margarita. La joven metre es una muestra gratis del clima agradable que se respira dentro del lugar. Hace chistes constantemente mientras enumera con gusto las sugerencias de la casa: la Ensalada Nas Rocas, con endivias, palta, camarones, palmitos y mayonesa, y el Abadejo Melanzane, acompañado por un timbal de berenjenas, jamón crudo y muzzarella de búfala. De postre, el Krakatoa, un volcán de chocolate relleno de ganache y flambeado al rhum. Un hechizo tan poderoso que obligaría a cualquier nutricionista puritano a sucumbir en la tentación hipercalórica.

Una advertencia para los ansiosos: hay que armarse de paciencia para tolerar una larga espera, porque en la cocina se toman su tiempo para elaborar los platos. De todas formas, una buena panera y la acertadísima decisión de servir champagne helado como entrada sirven para mitigar las almas hambrientas.

Pero lo más importante es que, cuando por fin llega el plato, el cliente descubre gozoso que la espera, sencillamente, valió la pena.

Tía Margarita abre de lunes a viernes de 12 a 17 y de 20 a 1 hs. Precio: $30 a $50. Pedro Goyena 500, Tel. 4925-3544







¿Qué es Deambulantes?

Una Casa para todos

Entre el lunfardo y el mercado, a metros del pasaje Gardel, en la intersección de Anchorena y Zelaya, se levanta una antigua casa rectangular pintada de verde musgo. El nombre lo dice todo Casa Abasto. Esa herencia familiar devenida en Centro Cultural es obra y arte de Noemí Pedrini, su fundadora y dueña.

El lugar funciona como centro cultural y social que integra diversas actividades gratuitas para los vecinos del barrio. Cuenta con un bar, talleres de plástica, música, una biblioteca, una huerta y una juegoteca para los más chicos. Estas actividades forman parte de un programa que involucra una amplia red social que trasciende la frontera argentina.

Noemí relata que la experiencia ha sido muy enriquecedora. Sin embargo, también ha padecido robos que la desvalijaron por completo. “A veces se hizo cuesta arriba. Todo está hecho a pulmón, y cada cosa que te quitan es difícil de recuperar”, dice esta mujer que está acostumbrada a la lucha y también a las pérdidas.

Pero el pasado no existe en este lugar. Quizás tampoco para ella, quien cuenta entusiasmada el relanzamiento del Teatro Comunitario que abrirá sus puertas para mediados de octubre. “En su momento ideamos esto con mucha expectativa y participación. Pero las personas a cargo del programa no estuvieron a la altura de las circunstancias y decidí que no tenía sentido. El compromiso con el arte, y más con este tipo de arte social -por llamarlo de algún modo- requiere pasión y conciencia, entrega para con el otro”.

Esa entrega se refleja en Casa Abasto, que invita asomarse por las ventanas e involucrarse con la realidad de cada vecino del barrio.

Para visitar CASA ABASTO, pueden acercarse a: Anchorena 628
Tel: 4865-7385
Próximante lanzará su blog.

Nueva Pompeya, viejas estrellas que ya no brillan

El dibujo de las baldosas iguales se repite vereda a vereda. El blanco, en poco tiempo, ya tomó el color gris de un sucio impregnado. Los chicles masticados se pegan en los cuadros que forman la textura del piso. Un boleto perdido choca con una botella vacía que fue tirada, ya sin vida, al suelo. Los papeles abandonados esquivan, gracias al viento, los pisotones de los transeúntes. Y entre ellos se mezclan los cuerpos arrojados con vida que apenas son esquivados por las personas que apresuran su paso cuando los ven.

Pompeya lejos está de ser un barrio acogedor. La esquina Centenera y Tabaré le da su impronta arrabalera y pintoresca, pero la avenida Sáenz -que nace cuando termina el Puente Alsina- se encarga de vaciar ese aire porteño hasta reducirlo a su sentido más desolador.

En el aire se siente la humedad del llanto seco de aquellos que padecen el peor rostro de un sistema capaz de excluir a los márgenes más desesperantes. Pompeya es una foto cruda de una realidad alarmante.

Por decenas se puede ver niños harapientos, correteando por el lugar, pidiendo una moneda, arrojando piedras a los negocios, o arrancando algún metal que le sobre a un colectivo. De noche, buscan refugio. La iglesia de Pompeya cierra sus puertas y el viento abre sus brazos.

Barrio de Pompeya le han robado las estrellas, nada brilla en su seno. La tristeza se despereza entre sus calles y el colectivo pasa ajeno. Pronto se acostumbra a que ya nada lo alumbra, y entre las penumbras se extiende una mano que no encuentra nada y se pierde de nuevo.


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