jueves, 11 de septiembre de 2008

Nueva Pompeya, viejas estrellas que ya no brillan

El dibujo de las baldosas iguales se repite vereda a vereda. El blanco, en poco tiempo, ya tomó el color gris de un sucio impregnado. Los chicles masticados se pegan en los cuadros que forman la textura del piso. Un boleto perdido choca con una botella vacía que fue tirada, ya sin vida, al suelo. Los papeles abandonados esquivan, gracias al viento, los pisotones de los transeúntes. Y entre ellos se mezclan los cuerpos arrojados con vida que apenas son esquivados por las personas que apresuran su paso cuando los ven.

Pompeya lejos está de ser un barrio acogedor. La esquina Centenera y Tabaré le da su impronta arrabalera y pintoresca, pero la avenida Sáenz -que nace cuando termina el Puente Alsina- se encarga de vaciar ese aire porteño hasta reducirlo a su sentido más desolador.

En el aire se siente la humedad del llanto seco de aquellos que padecen el peor rostro de un sistema capaz de excluir a los márgenes más desesperantes. Pompeya es una foto cruda de una realidad alarmante.

Por decenas se puede ver niños harapientos, correteando por el lugar, pidiendo una moneda, arrojando piedras a los negocios, o arrancando algún metal que le sobre a un colectivo. De noche, buscan refugio. La iglesia de Pompeya cierra sus puertas y el viento abre sus brazos.

Barrio de Pompeya le han robado las estrellas, nada brilla en su seno. La tristeza se despereza entre sus calles y el colectivo pasa ajeno. Pronto se acostumbra a que ya nada lo alumbra, y entre las penumbras se extiende una mano que no encuentra nada y se pierde de nuevo.

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